He ordenado parte de mis libros, solo los de la habitación en la que trabajo. El salón queda para febrero. O para marzo, que tampoco hay que estresarse.
El objetivo es desprenderme de algunos, regalarlos a una librería que los acoge gratis y los revende a voluntad del comprador. He tardado horas porque cada libro contiene una o varias historias, voces que escuchar, memorias que atender. No solo las que eligió el escritor, también están las mías como lector.
Ordenar libros es ordenarse; desprenderse de ellos es reconocer los cambios en el yo pese a que el yo motor sea el mismo. Vivir es deshacerse de lo que ya no somos. No es fácil, hay que ir uno por uno, abrirlo y esperar, estar seguro.
Tengo un Kindle. Es cómodo para los viajes, pero no me habla. Entre él y yo se levanta un muro trumpiano. Quizá sea mi culpa, la edad.
Los libros huelen, al subrayarlos los poseo y memorizo; me regalan unas palabras, les devuelvo otras. Es verdad que puedo marcar en el Kindle y crear anotaciones, pero algo sucede en mi proceso de memorización con las palabras kindledas. Se pierden en el camino de regreso, me llegan sueltas, mezcladas con las de otros libros. Tal vez estén creando un nuevo que sea la suma de todos los leídos, pero ese libro ya existe, es mi vida.
Terminé un libro, ya no tengo excusa con el blog. Aún quedan ajustes, un par de cambios de nombres, eliminación de erratas y errores, y encontrar una editorial que lo publique. Parece una novela pero no estoy seguro de que lo sea. Aún puede crecer un par de centímentros.
Dejé de estar habitado por los personajes y sus voces. Ahora todo es silencio y vacío. Tengo una necesidad compulsiva de hablarme para no sentirme solo. Quizá influya la nueva edad: 63.
Leo tumbado en el sofá con el gato Morgan de vigía, al lado o encima. Nana observa desde el interior de una caja de zapatos.
Estoy en inmersión de inteligencia. Empecé por Emmanuel Carrère. Solo había leído El adversario. Ya sumo Limónov (gran retrato de la URSS y del personaje) que me ha llevado a Un día en la vida de Iván Denísovich de Aleksandr Solzhenitsyn. Escribir es vaciarse; leer es llenarse.
Yo que soy orweliano (casi) de nacimiento nunca tuve problemas en criticar el estalinismo. Detesto las verdades absolutas. Pienso en el libro de Danilo Kis Una tumba para Boris Davidovich y sé que no hay diferencia ética entre Mauthausen y el Gulag, pero sí entre el nazismo y el comunismo. El primero nació como el mal absoluto; el segundo, como una ilusión que fue secuestrada por los cerdos de la granja. El problema es el hombre, no sus apellidos.
Empecé las memorias de Catherine Graham, Una historia personalen Libros del KO. Me encanta leer dos libros a la vez si no tienen nada que ver.
Era un libro descatalogado. Me preguntaban mucho por él. Han pasado ocho años, pero Afganistán sigue donde estaba. Son pequeñas historias de gente que ayudan a entender nuestro fracaso político y humanitario en ese país.
El jueves 1 de febrero lo presentamos en Méndez, mi librería de cabecera. Está en la calle Mayor 18. Maestro de ceremonias: el gran Javier del Pino. Os esperamos.
Escribir dejándome llevar en busca de lo inesperado es apasionante, tenga o no nivel literario. El inconveniente de la navegación caótica es la tortura de la edición posterior: cortar, ajustar, equilibrar, eliminar contradicciones y errores, mejorar personajes y la relación entre ellos.
A mediados de agosto puse el punto final narrativo a una novela. Después de tres meses de trabajo en la primera versión estoy a punto de concluir esta fase.
Sé que aún necesita muchisimo pulimiento antes de poder enseñarla a los amigos. Junto a frases y escenas presuntamente brillantes hay otras que son una mierda. Saber detectarlas es la clave. Lo decía António Lobo Antunes: debajo de toda esa hojarasca hay una novela. En mi caso sería presuntuoso afirmarlo.
Sea buena, regular o mala, su escritura es una aventura que me ayuda a bucearme y a ordenarme, a revivir los silencios y las voces acumuladas en el camino. No voy a correr. Una sola palabra puede hundir un texto.
A finales de enero, si no hay retraso, sacaremos una nueva edición de Cuadernos de Kabul, editada por Península. La portada es una preciosidad.
A las cinco de la mañana del 17 de agosto he puesto el punto final narrativo a una novela que arrancó en Roma en el verano de 2010. Prometía rapidez y quedó varada a los pocos meses. Se redujo a una novela durmiente, casi fallida.
Entonces no lo sabía, pero necesitaba vomitar antes Todos náufragos, libro que algunos primos consideran un ajuste de cuentas cuando en realidad es el final de la guerra con mi padre, un encuentro tardío. Desde que lo acabé me siento en paz con mi madre, sin deudas. No desde una decisión racional sino desde los sentimientos. Resulta placentero.
El final narrativo dará paso a la fase decisiva: desbrozar, sacar la novela que está debajo de la hojarasca. Es un texto largo, cerca de 500 páginas. El trabajo es equilibrar, borrar, mejorar algunos personajes y las relaciones entre ellos, evitar contradicciones. Me gusta dejarme llevar en la creación y eso crea problemas graves en la edición, pero editar me encanta.
Sé dónde quiero ir, pero no cómo voy a llegar. Resulta fascinante asistir en primera línea al nacimiento de frases e ideas, giros inesperados que parecen dictados desde fuera, como si la novela se gobernara ajena a mis planes y deseos. Compensa un agosto sin vacaciones.
El libro tiene su play list. Son músicas que lo han acompañado en el proceso de nacer y crecer. Esta es la primera durante un aterrizaje en Mogadiscio.
Soy un desastre en el bricolaje. No, hazme caso: un desastre faraónico. Una simple estantería de Ikea, cuatro tablas, me demanda tal esfuerzo mental que el cerebro se me queda en blanco, como el de los testigos de la Púnica.
Soy incapaz de trasladar la imagen de una pieza del papel a la realidad. Carezco de visión espacial. Me pasaba en el colegio con los supuestos test de inteligencia. Tras una sucesión de figuras geométricas tenía que averiguar la siguiente de la serie. No le dediqué un segundo. Rellenaba a boleo. En los dos test que realicé dejé al psicólogo confuso. No sabía si estaba ante un imbécil o un genio rebelde. Esa duda la vamos a resolver ahora.
Acabo de dedicar cerca de tres horas a sustituir dos cortinillas plisadas de velux que se habían roto. La del salón me ha llevado dos horas y media. Al principio los gatos corrían por la casa pensando que me había poseído Rafael Hernando. Después, se escondieron.
Hablé solo, blasfemé (no ha quedado un santo sin su porción escatológica), bramé y amenacé al velux con suicidarme ahí mismo en un rapto melancólico. Y el velux, ni caso; ni un, “oye, que no es para tanto”.
Como mis velux son antiguos no llevan incorporado el enganche de fábrica. En una bolsita había dos, uno para el lado derecho; otro para el izquierdo y una forma para colocarlo bien, con el ángulo adecuado. Disponía de los dibujos del prospecto. Todo a favor.
Pues, no. Fracasé en el primer intento, eché la culpa al vendedor, pero analicé, por si acaso, otras opciones. Miré en You Tube. Un samaritano salió a mi rescate en un inglés con acento del norte de Inglaterra. Gracias a él supe lo evidente: lo había puesto mal (fatal). Lo cambié de posición y seguía sin encajar. Probé la tercera y última posibilidad tras analizar las instrucciones y ver varias veces el vídeo. La tercera era la vencida.
Colocar las varillas laterales, que son dos y con la forma precisa para que encajen en un click, tuvo sus dificultades. La principal que en mi casa no se oyen los clics. Nana y Morgan observaban en la distancia, sin confiarse. Cada vez que se caía un tornillo al suelo ni se acercaban para jugar con él.
Tras poner las varillas hubo que encajar las cuerdecillas que sirven de rieles. Otra aventura: también había colocado mal las sujeciones. Cuando terminé, me temblaban las piernas.
Mi otro yo
“Bueno, lo has conseguido. Estarás orgulloso de ti, te has ahorrado 40 euros en un manitas”, dijo mi otro yo. Le miré de arriba abajo como se miran a los otros yo impertinentes. “No estoy contento, estoy agotado, me duele todo, he descubierto músculos y membranas en los dedos y las manos que ni sabía de su existencia, y tengo taquicardia”. El otro yo, que parece de Ciudadanos apuntándose todos los méritos, dijo, “anda que si no llego a estar”.
No me hace feliz confirmar lo que sé: soy un inútil con las manos, me falta paciencia. En esta frase de las manos he estado tentado de añadir un chiste picantón, pero tampoco estoy en edad de presumir. Esa es otra.
Pasados los espasmos, me reté, “¿ponemos el de la habitación?”. Los gatos me miraron con los ojos desorbitados. Decidí que era lo mejor para no olvidar lo aprendido. Tuve algún problema, pero lo logré en menos de veinte minutos.
Me acabo de regalar un vaso de ron Zacapa y un aplauso. Es verdad que los dedos siguen como morcillas de Burgos y la espalda parece la playa de Dunkerque, pero sentirse útil tiene su precio. Feliz fin de semana.