A finales de diciembre de 1994 estalló la primera guerra de Chechenia. Después de semanas de defender ante Luis Matías mi experiencia y supuesta capacidad de sobrevivir tras cinco misiones en Sarajevo, éste, harto sin duda de tanta insistencia, me dijo: “Está bien, lo has conseguido, te vas a Chechenia”. En ese instante supremo no sentí alegría de haberme salido con la mía, sino un miedo espeso que cayó a plomo sobre mí. ¿Por qué coño me habré metido en este lío? ¿Por dónde se va a Chechenia? Medité la opción de un accidente casero salvador, nada grave, una simple fractura, algo convincente que me librara del trago de decir que ahora no quería, que lo había pensado mejor. Fue de enorme ayuda conversar por teléfono con Ricardo Ortega, quien acaba de regresar de una primera estancia de las muchas que pasó en Chechenia. Me dio ideas, nombres de personas, contactos y, sobre todo, me explicó lo que resulta esencial para todo reportero: donde dormir, evacuar, conseguir electricidad y un buen chófer, y, en este caso particular, cómo evitar a la artillería rusa.
Volé a Moscú a mediados de enero. Necesitaba un visado especial para el Cáucaso. Gracias a los contactos de Pilar Bonet y la ayuda de la secretaria de nuestra oficina moscovita que agilizó el papeleo obtuve el salvoconducto en un tiempo récord y 24 horas después viajaba hacia Majaskalá (Daguestán), de camino a Chechenia, acompañado por Andréi Fadin, traductor elegido por Pilar y que se comportó de manera extraña para mí e inquietantemente sospechosa para los rebeldes chechenos. “Si deciden que eres espía y les da por fusilarte, quiero que sepas que no voy a mover un músculo”. La verdad es que no nos llevamos demasiado bien. Fue un viaje de casi tres semanas en el que pacté con Bonet que el peso de la información diaria lo cubriría Moscú y yo me dedicaría a reportajear.
El primer trabajo fue en Argún, al sur de Grozni, en una posición chechena frente a un bosque infestado de rusos. Estuve con Carlos Bradac, corresponsal en Moscú de Diario 16, que me ayudó a entender y horas después, yo le ayudé a transmitir a su periódico: La suerte de Grozni se juega en la helada Argún (23-01-1995). Dormía en Jasaviurt, en una casa de una familia chechena situada junto a la frontera con Vicente Romero y Evaristo Canete de TVE. Cada día tenía que cruzar varios controles rusos para alcanzar territorio checheno, al otro lado del frente. El precio del taxi variaba según la profundidad de viaje en territorio difícil. Grozni era lo más caro: 250 dólares.
Cuando se pisa el terreno, el miedo que paraliza antes de viajar desaparece; delante solo aparecen historias y personas que las habitan y momentos concretos para volver a sentir miedo. En el Ejército ruso refuerza su ofensiva con armas y soldados y vuelve a bombardear las calles de Grozni (24-01-1995) fue el resultado de mi primera incursión de la ciudad devastada por la artillería y la aviación rusas. La tercera historia se centró en el desarrollo de una negociación en la cafetería de una gasolinera fronteriza. Al aire libre, la temperatura era de -30º, problema que se combate con calzoncillos largos de termolactil, buenas botas, mejor gorro y guantes y mucho vodka, sobre todo mucho vodka: Rusos y chechenos pactan un intercambio de prisioneros de guerra (26-01-1995), algo que se logró al día siguiente: Rusia y Chechenia realizan un intercambio de 94 prisioneros de guerra (27-01-1995). Fueron dos historias que debo a Ricardo y a los contactos que me pasó.
Decidí visitar el sur, adonde se trasladaría la guerra tras la caída de Grozni en febrero. El resultado fue Fervor guerrero en las montañas chechenas (29-01-1995). Al día siguiente, entré en Grozni para pasar dos días. El chófer me dijo que el coche estaba estropeado y tuve que cambiar a un Moskovich rojo a 500 dólares la excursión al infierno. Por el día busqué el cuartel general de quien creía era el jefe máximo de los guerrilleros, Samil Basáiev. Los rusos controlaban la ciudad al norte del río Sunzha; los independentistas, el sur. El centro de mando resultó ser una granja de cerdos. Lo encontramos por casualidad, preguntando a los guerrilleros. Comimos patatas con cebolla con Basáiev y su jefe Aslán Masjádov, de quien no había oído hablar. El resultado fue: El jefe militar checheno dice que está dispuesto a negociar, pero no a capitular (30-o1-1995). También estuve con unas familias rusas, que eran víctimas colaterales de los bombardeos de los suyos: Bombas de Yeltsin para todos (31-01-1995). Dormí en Grozni en un refugio en la Plaza Minutka, situada a pocos metros del frente. Quería escribir sobre la gente que sobrevive en los sótanos de lo que había sido su casa. Andréi tenía tanto miedo que no me permitía demostrar el mío y descansar. Discutimos sobre el enfoque del reportaje y mis preguntas demasiado directas, que a la gente parecía divertir mucho. El resultado fue Noche de miedo en un refugio de Grozni (01-02-1995). Otra historia que debo a los contactos de Ricardo fue Encerrados en el frigorífico (02-02-1995), sobre las torturas a los presos chechenos. Con la mano derecha infectada por un cristal que me clavé en el refugio de la plaza Minutka, con fiebre y malestar esta fue la última historia antes de regresar a Moscú y Madrid: Memorias de metralla en el hospital de sangre (03-02-1995).