Sur Sudán, el fracaso de una esperanza
Tuesday, 24 de June de 2014 por Ramón
(Reportaje publicado en junio en Tinta Libre)
Sudán del Sur, el país más joven del mundo, nacido hace apenas tres años, tenía todo para quebrar el ciclo de fatalidad que persigue al Tercer Mundo: petróleo, agua abundante, una tierra fértil, minerales por descubrir y el apoyo de las iglesias cristianas de EEUU que lo protegían frente al norte, el Sudán musulmán. La esperanza saltó por los aires el 15 de diciembre de 2013 por una disputa de poder entre los jefes de las dos principales etnias: el presidente (dinka) Salva Kiir y su exvicepresidente (nuer) Riek Machar.
En Minkoman, en el Estado de Lakes, en el centro, están los restos del naufragio: un gigantesco campo de desplazados, miles de chozas techadas con plásticos blancos de las agencias de ayuda de Naciones Unidas. Huele a miseria, a basura, a tristeza. Abundan las camisetas falsificadas del Barça y de equipos ingleses, como si en ellas estuviera escrita la ruta para escapar del destino. Al caer la tarde, la naturaleza nos regala puestas de sol hermosísimas mientras que el campamento queda en silencio y oscuridad. No hay agua, no hay luz, no hay trabajo.
Cuando regresa el día, cientos de personas se ponen en marcha por carreteras de arena hacia el centro de distribución de alimentos. En él se alinean mujeres, niños y ancianos. Esperan pacientes bajo la solana su turno para recoger el único alimento disponible. La ONG Oxfam es la encargada de organizar la distribución, de garantizar que todos cubran sus necesidades.
Unos hombres sudorosos descargan sacas de 50 kilos desde lo alto de un camión. Llevan impresa la bandera de EEUU y un lema: “Regalo del pueblo americano”. Una responsable de esta ONG británica afirma que ese tipo de publicidad subliminal estaría mal vista en su país, parecería de mal gusto. Apenas se oye nada, solo los ayes del esfuerzo de los descargadores y el golpe de las sacas en el suelo. Nadie discute, nadie protesta. Todo parece organizado. Los trabajadores de esta ONG les dividen por grupos de riesgo según el número de miembros de familia y su vulnerabilidad. La comida consiste en sorgo y aceite Debe durarles un mes, garantizar dos comidas escasas al día. Cada uno de esos grupos recibe lo que le corresponde tras sellarles las cartillas y entre ellos se subdividen las cantidades. Pese a la escasez se mantiene la solidaridad, una obligación tribal y clánica.
Alon Anyirin dice tener 86 años. Parece muy mayor aunque casi nadie de los que acuden al centro de distribución de Minkoman sabe contar los años. Alon es más viejo que su vecino Gai Ayuen, de 57, que tiene Párkinson y parece medio ciego. Los dos cuentan historias de huida y matanzas, de pérdida de su mundo reducido a cuatro cabras que se quedaron al otro lado del río. Al final de la mañana las filas se van despoblando. Los últimos miran con aprehensión el volquete que se vacía de sacas. Los trabajadores humanitarios les calman: “Hay comida para todos”. A los pocos minutos llega otro con las siglas del Plan Alimentario Mundial.
Más allá de las alambradas aguardan unos jóvenes sentados a horcajadas sobre unas motocicletas-taxi made in China, llamadas boda-boda. Esperan para acarrear las raciones de ayuda hasta las chozas de los desplazados. El pago del trayecto se hace con comida. Son pequeños negocios dentro de la necesidad extrema. Los jóvenes motorizados prefieren las gafas y las poses de Rambo a las camisetas de fútbol. Son la clase media de Minkoman.
Al otro lado del Nilo blanco, que recorre el país de sur a norte, se encuentra Bor, en el Estado de Jonglei, una plaza estratégica en la ruta hacia Juba, la capital de Sudán del Sur. En ella se han librado algunos de los combates más duros de esta guerra. El Ejército nuer la conquistó en diciembre y desde ella comenzó a marchar hacia Juba. Las tropas enviadas de urgencia por el presidente de Uganda, Ioweri Museveni, impidieron la caída de la capital y retomaron Bor. En Bentiu y Malakal, al norte, también han tenido lugar matanzas: dinkas que matan civiles nuer; nuer que matan civiles dinkas. Un país tan joven acumula ya demasiadas tragedias y crímenes de guerra.
De los alrededores de Bor llega Martha Nyandit, 42 años y seis hijos pequeños. Su aldea, Panapet, fue arrasada por los soldados de Riek Machar. Perdió casa y cabras. Ha pasado cuatro meses escondida en las islas del centro del río sin saber bien qué hacer. Es analfabeta como el 73% de la población. Desconoce lo que es un grifo con agua caliente, la luz eléctrica, la escuela o el ocio. Su vida es pobreza trabajo de sol a sol. Toda su energía se concentra en sobrevivir. “Me siento segura en Minkoman, que es tierra dinka, como yo. Mi marido murió en la primera batalla de Bor en diciembre. Era soldado del SPLA [Ejército de Liberación del Pueblo de Sudan]”. Martha aún no tiene chamizo ni plástico de la ONU. Duerme al ras bajo un árbol. Le prestaron dos mosquiteras para sus hijos. En la época de lluvias deberá buscar abrigo entre sus vecinos. “Fuimos los últimos en llegar y ya estaba todo repartido”, dice mientras da de mamar al más pequeño con pecho gastado.
Otras 20.000 personas esperan en las islas. Las noticias de un alto el fuego entre los dinkas y los nuer no convencen a casi nadie. No hay radio ni televisión ni Internet pero las malas nuevas y el miedo vuelan de boca a oreja.
Lo que empezó como una disputa de poder entre dos líderes tribales que dejaron de pensar en su país se ha convertido en una guerra civil étnica de consecuencias imprevisibles. No es la primera vez que hay lucha entre dinkas, que representan un 40% de la población, y nuer, un 20%. Se trata de dos tribus nilóticas y ganaderas. Toda su vida gira alrededor de la vaca. Las demás tribus de Sudán del Sur tratan de sobrevivir al margen las peleas de los dos más grandes.
Hay un cuento sursudanés que narra la creación del mundo: cómo los búfalos, uno de los animales más peligrosos, decidieron no plegarse al hombre y atacarle cada vez que tuvieran una oportunidad. Las vacas, en cambio, simularon sumisión pero se las arreglaron para conseguir que el hombre viviese por y para ellas.
La vaca es prestigio. El número de cabezas establece la posición social tanto entre los dinkas como entre los nuer. Cuando un hombre desea casarse con una mujer debe negociar con el padre el número de vacas que cuesta sacarla de su familia. Es la indemnización por perder el trabajo de una hija ya formada. En ambas tribus apenas hay divorcios porque en una separación es necesario devolver las vacas del matrimonio, algo casi imposible de lograr.
El valor de la mujer aumenta si es analfabeta o si apenas tiene estudios. Cuanto menos formación, más vacas se pueden pedir por ella porque se la supone más sumisa. Las mujeres que acuden a la escuela y aprenden a leer y escribir son un problema para la sociedad tradicional. Los matrimonios con niñas de 13 y 14 años son habituales. El hombre se asegura de esta manera que la futura esposa es virgen y no está ‘estropeada’. Solo el 7% de las niñas concluye la enseñanza secundaria.
La mujer tiene un papel secundario en la jerarquía social. Trabaja en casa, pastorea los animales inferiores, es decir los que no son vacas, y es la encargada de acarrear el agua. En la guerra entre el Norte islámico y el Sur cristiano, que duró tres casi décadas, la mujer fue respetada por los combatientes. En esta última guerra entre dinkas y nuer, la mujer se ha convertido, por primera vez en la historia de Sudán del Sur, en objetivo de guerra. Son frecuentes las violaciones y los abusos. No solo es una humillación para ella, también lo es para su familia y el clan. Un deshonor colectivo, denuncia Edmond Yakani, que dirige la ONG Community Empowerment for Progress Organitation (CEPO) dedicada a la defensa de los derechos humanos y a la creación de una sociedad civil, un trabajo que le cuesta amenazas de muerte y problemas con el Gobierno de Salva Kiir.
Cerca de Minkoman, en una aldea de pastores, se yergue entre todos la figura imponente de Abor, un luchador. Es el campeón del condado de Awerial. La guerra le impidió pelear por el trono del Estado. No sabe su edad, pero no debe tener más de 20 años. Posee cuatro vacas que dan leche y una niña que le cuida y le da de comer. En la aldea de los pastores todos se cubren el cuerpo, el rostro y la cabeza de barro que al secarse queda blanco. Sirve para ahuyentar las moscas y demás insectos. Los niños gritan ‘yaba’ al extranjero, que significa viejo; también ‘kawaya’, que significa blanco. Las vacas están esqueléticas pero nadie, pese al hambre, se come una, sería comerse el prestigio, la dignidad. Los animales campan tranquilos, sabedores de su posición tras la creación de la tierra. Todo el campamento parece envuelto en una humareda que nace de varios fuegos apagados.
No hay diferencia entre nuers y dinkas, más allá de las marcas que se hacen en la frente. En los dinkas son escoradas a las sienes y en los nuer horizontales. Esas señas de pertenencia son ahora un peligro, no permiten esconderse, escapar a las matanzas. Los nuer y los dinkas llevan décadas en guerra. Se roban el ganado, se roban los niños. Están mezclados, no por amor o matrimonio, sino por la guerra. Los niños robados son educados como propios, cambian de bando sin saber cuál era el suyo.
Los nuer y los dinkas me recuerdan a los serbios y los croatas en las guerras de la antigua Yugoslavia. Un día pregunté a un hombre croata después de una copiosa comida y unos cuantos rakjias (aguardiente casero) cómo sabría la diferencia entre un croata y un serbio si los sentábamos en su sofá sin saber sus nombres, solo por la diferencia física. El hombre miró un tanto sorprendido y dijo: “¿Cómo sabrías la diferencia entre un castellano y un vasco?”. Respondí: “Por el tamaño de la nariz; los vascos la tienen grande”. El viejo croata explotó de risa: “Igual que los serbios; les distinguiríamos por la nariz”. Era una guerra por el tamaño de una nariz. En Sudán del Sur ni siquiera saben por qué guerrean. Cuando el odio se despierta no son necesarios los motivos ni la memoria, basta el miedo, la manipulación.
En Juba apenas quedan nuer. Muchos escaparon en diciembre cuando empezaron los enfrentamientos en un cuartel de la guardia presidencial; otros se refugiaron en dos bases de Naciones Unidas protegidas por cascos azules y otros fueron asesinados. El clima es de miedo. Hay toque de queda entre las once la noche y las seis de la mañana. Está prohibido navegar por el Nilo blanco, que es la única vía de comunicación en un país sin infraestructuras. Está prohibido también tomar fotos al puente que lo atraviesa en la capital. Es el único puente sobre este río mítico en todo el país. Los británicos no dejaron nada, los sudaneses del norte, tampoco. Sudán del Sur es un país verde del tamaño de Francia con 12 millones de habitantes, de los que casi un millón es desplazado o refugiado.
José Barahona era hasta hace unas semanas jefe del programa de Intermon-Oxfam en Sudán del Sur. Aunque es civil le sucede como a muchos sacerdotes que se implican en sus destinos en África: siente que su mundo se ha venido abajo, como si su trabajo y el de miles de cooperantes de otras ONG no hubiera servido de nada. “Hasta diciembre estaba convencido de que este país saldría adelante, tenía todo para lograrlo, para ser un ejemplo para el resto del continente y, de repente, todo ha saltado por los aires. Ha sido una gran sorpresa y una tragedia”.
Además de los cascos azules, una pléyade de nacionalidades con un mandato que se quedó fuera de la realidad, están las tropas del presidente ugandés Museveni, que apoyan al presidente Kiir. En las casi tres décadas de guerra civil entre el norte musulmán y el sur cristiano y animista, Uganda desempeñó un papel crucial. Toda la ayuda militar y humanitaria que llegaba desde EEUU cruzaba por el norte de Uganda hacia los guerrilleros del SPLA. El sur de Sudán del Sur, las regiones llamadas Equatoria, están emparentadas con el norte de Uganda. Hay afinidad idiomática, familiar, de sangre.
La guerrilla nuer de Machar recibe apoyo de Eritrea, que lo hace solo por oponerse a Etiopía, más próxima a los dinkas que a los nuer, y de Jartún, el norte musulmán. Hay una región, Abiey, rica en petróleo que aún está en disputa entre el norte y el sur. La población local celebró un referéndum y decidió que prefiere el Sur. Pero Sudán del Sur no es Rusia y Kiir no es Vladimir Putin para anexionarse territorios.
El presidente ha cometido numerosos errores. Uno fue boicotear al norte, que le exigía el pago de un precio desorbitado por dejar pasar su petróleo (unos 240.000 barriles cada día) por los oleoductos que recorren Sudán hasta las refinerías. Kiir rechazó el abuso, que le hubiera dejado sin margen de beneficio, y optó por cortar el suministro. En este órdago esperaba el rescate de EEUU, su gran patrocinador, pero Washington no hizo nada. Tras la fotografía de la independencia, siente que la misión está cumplida, como el Irak y Afganistán.
El corte petrolero hundió la economía de Sudán del Sur, cuyos ingresos dependen en un 95% del oro negro. La deuda exterior aumentó un 30% en muy poco tiempo y hubo recortes presupuestarios en Sanidad y Educación. Tras un año y medio de sufrimiento, Kiir logró que los estadounidenses empezaran a estudiar un nuevo oleoducto a través de Kenia hasta el mar. Esto alarmó a los chinos, constructores del oleoducto del norte, que exigieron a Jartum rebajar sus pretensiones y permitir un acuerdo que hiciera fluir el petróleo de nuevo.
La crisis económica despertó la rivalidad política. Machar anunció a mediados de 2013 que aspiraba a la presidencia de Sur Sudán en las elecciones de 2015. Kiir lo tomó como un reto, un desafío. Primero lo destituyó de la vicepresidencia en junio, después expulsó a los ministros nuer del Gobierno de unidad nacional y vació de contenido las instituciones destinadas a reconciliar las distintas tribus del país. Kiir se justificó en un supuesto intento de golpe de Estado nuer, pero la realidad indica que el golpe lo ha dado él.
Ya hubo una guerra interétnica entre 1991 y 1994. Las causas de ese conflicto no se resolvieron, pese a firmar una paz. Son las mismas que han provocado el nuevo estallido. La llamada comunidad internacional se ha especializado en poner parches en Bosnia-Herzegovina, Irak, Afganistán, Sierra Leona, Liberia, Congo o Sudan del Sur. Parece incapaz de cambiar el curso de la historia, resolver los problemas estructurales, lograr la paz.
Uno de los problemas para aplicar el alto el fuego es que la jerarquía militar no cabe en la mentalidad de los dinkas y los nuer, que deben su obediencia al clan, no a la tribu. El sistema clánico es similar al de Somalia que, desde que desapareció el Estado en 1991, se ha resquebrajado en subclanes y subsubclanes.
Las agencias de la ONU y las ONG presentes en Sudán del Sur alertan de que habrá una catástrofe humanitaria en unos meses si no se sella una paz estable y real y los campesinos pueden sembrar y recoger los frutos a partir de agosto, según la zona del país y el fruto. Nueve millones de personas, dos tercios de la población, están en riesgo de hambruna. Si no se logra un acuerdo político estable tendremos más matanzas y quizá un Estado fallido, una nueva Somalia.
Tenemos a veces la sensación de estar leyendo la misma historia, la misma guerra, la misma tragedia. Cambian los rostros, los nombres, los lugares, las tribus; cambia el decorado, lo accidental, pero no los motores del mal: la voracidad sin límites del hombre, su ansia desmedida de poder y riqueza, la impunidad del delito.
No son solo dirigentes locales corruptos los culpables de tanta muerte, es nuestro sistema de vida, un confort de tres comidas diarias, agua caliente y calles asfaltadas que se basa en la desigualdad y en la miseria de otros. Leemos periódicos, vemos la televisión, pasamos páginas, clicamos en un nuevo enlace y cambiamos canales sin hacernos la pregunta esencial: ¿a qué estamos dispuestos a renunciar por un mundo más justo?
Cuando se mira a los desplazados de Minkoman se ve el rostro de otros millones de personas heridas por las guerras. Puede existir la tentación de decir que nada se puede hacer, que es un proceso casi natural, consustancial al mayor depredador que es el hombre. Modificar las causas requiere talento, política y dinero, pero si no hubiera ayuda, esas tiritas en medio de un cáncer que desangra al Tercer Mundo, la catástrofe sería mayúscula.
© RAMÓN LOBO / TINTA LIBRE
(PERMITIDA SU REPRODUCCIÓN GRATUITA CITANDO FUENTE Y AUTOR)
(El viaje se realizó a finales de mayo por invitación de la ONG Intermon-Oxfam).
Te agradezco la información. No existirían esos refugiados sin ese ejercicio. Ahora toca solidarizarnos.
Impactante. Muy interesante.
Demasiadas diferencias y rivalidades entre continentes, entre países, entre etnias, entre tribus, entre clanes, entre vecinos, entre religiones y todo esto malgobernado por individuos corruptos y ambiciosos. Y las gentes de a pié demasiado ancladas en sus tradiciones y creencias ocupando todo su tiempo y esfuerzo en sobrevivir, así es imposible avanzar.
Y los hombres intrínsecamente violentos. La guerra una diversión o una ocupación más emocionante que cazar animales.
Qué desánimo
Lo perdieron todo , ¿Porque?… por que la esperanza es lo ultimo que se pierde.
Joder, joder, joder…como le gusta al animal humano ese verbo!!!
Muchas gracias Ramon.
Un abazo