Centímetros y años, una mala combinación
Saturday, 27 de March de 2010 por Ramón
Toda una vida por debajo de la cifra del chiste de por qué las mujeres aparcan tal mal y uno se entera por casualidad de que los actores de la cosa, los que viven de eso y de que otros miren, esos mastodontes que presentan cifras apabullantes y pavonean por aquí y por allá su deformidad, se miden como las olas, desde atrás, un ángulo que modifica todo porque desde esa postura un tanto forzada se ganan tres o cuatro centímetros. No es algo baladí cuando se ronda la cifra, una de esas que los CEOs y brokers que juegan a la ruleta rusa con nuestros ahorros llaman “barrera psicológica”.
Lo peor del caso es que tan magno descubrimiento, que hubiera mejorado la confianza en muchas noches de brega, llega a una edad en la que los remedios caseros, y pronto los químicos y arqueológicos (por la momia), son imprescindibles no ya para dar una batalla digna sino para evitar la más vergonzosa de las derrotas.
Según se queman los años y las oportunidades, el varón, esa subespecie de la naturaleza que le salió rana a la mujer (y rarísima vez príncipe) descubre la diferencia entre miedo y pánico. Miedo: la primera vez que no se llega al segundo. Pánico: la segunda vez que no se llega al primero.
Un maestro budista dijo: “La sabiduría nos alcanza cuando ya no es necesaria”. Al parecen sucede lo mismo con los centímetros de la autoestima.
Advertencia: cualquier coincidencia con personas vivas es una mera exageración.
Vamos Lobo…, no será para tanto, que se te ve buena pinta….
Uffff… me dejas más tranquilo, jajaja
Menos mal que nunca me ha preocupado por ese tema o mejor dicho a mi mujer.
En Argentina el gran Ringo Bonavena dijo una vez una frase parecida, “la experiencia es un peine que te da la vida cuando te quedas calvo.”
Entre este divertido post mas el imprescindible de “propuestas contra la molicie” el fin de semana comienza de la mejor manera.
Saludos desde el sur.
Diego
Que exquisita forma de escribir. Se me ha convertido en rutina leer todos tus articulos, y ahora que he estado escribiendo un poco resulta inevitable sentirme influenciado por tu estilo.
¡Quiteme usted Don Ramón de tan enhiestas preocupaciones!
¿Pero no era el juguetón el quid de la cuestión?
Y entre tanta condición, cinta métrica, pastilla y condón,
ya se perdió mi Santo Varón.
Leñe, no sé si esto es una apertura de mente, de corazón o de bragueta, pero te ha quedado la mar de fino. Gracias por el chiste para la hora del vermú. Un abrazo.
¡Ay, los hombres!!!! Creía que esa enfermedad masculina de tener el celebro entre las piernas era algo que se curaba con la edad pero ya veo que no, todos preocupados por lo mismo… ¿Pero es que no se dan cuanta de que eso a los únicos que les preocupa es a ellos mismos y sus amiguetes? ¡diosssssssssssssssss!!!!!
No comment
Es simplificador el comentario de Montse: todos nos medimos algo y en este caso con humor 😉
“”Quién no se la haya medido alguna vez que tire la primera piedra”” (esto va también por Benedicto).
(Y quién diga que no se ha medido alguna vez seguramente es que no quiere revelar el resultado).
No sé si será simplificador, lo que sí sé es que donde pone “celebro” debería poner “cerebro”, ¡vaya fallo garrafal! A lo mejor Freud tendría alguna interpretación buena para este lapsus.
Además, dos cosas:
1) Joer, Lobo, dices que no sueles entrar a comentar y esta vez que no tiene importancia, ¿entras? Será que te ha picado.
2) Será simplificador pero es lo que pienso. Sorry!
Saludos con sentido del humor, Montse
Me tengo que reir, again.
“Volver a los 17, después de vivir un siglo”
Cambiar el chip y que quien acompañe, también lo cambie.
Saludos…
Bueno, bueno, si fuésemos el proyecto de una divinidad cachondona y medio sádica, seguro que podía tener la ocurrencia de proponerle a muchos varones cuál de las siguientes opciones preferían para ser dotados con ella al nacer.
1) Disfrutar de un coeficiente intelectual un 40% superior a la media, ser un Eisntein, vamos, a cambio de tener una insignificancia allá en los centros.
2) Ser muy muy simplón, simplón sin remedio, pero a cambio dejar en el más puro asombro y estupefacción a todas y todos los que pudieran cruzarse contigo en una playa nudista.
Para más de uno, difícil elección. He escrito elección.
A ver, que todo el mundo se ha quedao en el asunto ese de las medidas y hay otro más doloroso. Dice Ramón “Según se queman los años y las oportunidades, el varón, …descubre la diferencia entre miedo y pánico”. Querido Ramón, puedo asegurarte que a las mujeres nos pasa exactamente lo mismo: del miedo a ser invisibles al pánico a ser intocables. Depués de años de decir que la edad es experiencia y no sé qué más monsergas, afirmo que algunas edades son una puta mierda, con humor lo digo :).
Lobo, ¿decías que mi comentario era simplificador? Pues mira lo que dice Alfonso. Aunque me acuses de simpliplificar, los hombres tenéis el cerebro donde lo tenéis. En fin… tanta preocupación por algo que al fin y al cabo es absolutamente sustituible por la lengua… No seáis malpensados, me refería a una buena conversación, jajaja.
Saludos, Montse
Reconduciendo, que es gerundio, claro que son dos asuntos distintos, aunque complementarios, el de la dotación (para los de la rama masculina) y el de los efectos indeseados del paso de los años, ya no tanto en la prestación como en la prestancia (aquí se nos unen en el coro de lamentaciones las de la rama femenina).
Por lo que uno tiene observado (más que experimentado, no vayan a pensar ustedes que…), el macho asume con mucha más deportividad la tripa cervecera o la caída del pelo que la caída de lo otro: que eso sí que se vive como una tragedia. Aunque ni conviene ni procede ser tan drásticos como el torero Belmonte, que se descerraja un tiro por la frustración de no poder estar tan marchoso como quisiera con su última compañera, a la que triplicaba la edad. No sé si las píldoras pitufas le hubieran salvado la vida al Maestro de haber estado disponibles en las boticas de entonces. Pero mucho me temo que no, que es que los años nos traen unas melancolías bastante más hondas que las que podamos asociar a las tales disfunciones.
Pero en llegando a ciertas edades, el peor de los enemigos no es el espejo (para ellas) ni el inclemente gatillazo (para ellos). El peor enemigo es la soledad. En cierto momento las odas a la soltería dejan de hacernos gracia, por muy desarrollada que esté la habilidad para procurarse satisfacciones más o menos frecuentes por vía cinegética. Porque no hay nada, absolutamente nada, que pueda suplir la bendición de haberte sabido emparejar con acierto y tener la sensación de que la cosa es ya indisoluble, así caigan chuzos de punta. Y cuando digo nada, digo nada: ni la compañía de los buenos amigos, ni los libros, ni salir de la cocina con una obra maestra, ni el “interné” (el interné menos que nada).
No es que uno no pueda ser razonablemente feliz o hasta muy feliz cuando ya estás acostumbrado a que la primera voz humana que escuches al entrar en tu piso vacío sea la que sale del televisor que te apresuras a encender (gesto reflejo muy habitual entre la gente que vive sola). Pero hay que tener un talento específico para eso de la soledad, que no es nada común.
No tener quien te ponga la cataplasma cuando estás todo griposo y mocarrero, no tener quien te abronque por dejar los gayumbos en cualquier sitio o no bajar la dichosa tapa, no tener a quién coger de la manita para paliar el susto de estar haciendo zapping y que se te aparezca Belén Esteban (que tortura más atroz para la vista y el oído no se me ocurre)… Eso es lo más jodido que te pueden hacer los años, si llegan sin que ni hayas escogido ni te hayan escogido, si se ha ido a tomar por saco tu relación, si la maldita muerte es la que acaba con una larga convivencia…
No, ni puñetera gracia las odas al celibato a partir del momento en que asumes que es ya más, en cuanto a experiencia vital, lo que has vivido que lo que puedes aspirar a vivir. Igual no suena muy progresista ni muy feminista, pero el emparejamiento, si afortunado, es nuestra única oportunidad de tocar la plenitud. Y de ese convencimiento no me apean ni esos períodos en los que uno todo lo que ve a su alrededor son divorcios y rupturas. Envejecer en buen compañía, en compañía cómplice, es el modo mejor de tomarse con humor todos los decaimientos y fealdades que se abaten sobre nosotros.
Querido Alfonso:
Ni la buena compañía es exclusiva de los/as casados/as ni estar soltero/a o separado/a o sin pareja significa estar solo/a. Creo que das por supuestos pares que no van unidos necesariamente.
No estoy casada, creo que nunca lo estaré y creo que nunca voy a estar sola, mi familia es una familia extensa no nuclear, afortunadamente.
Un abrazo, Montse
Hola, Montse. Creo que el tipo de calorcillo que dan otros familiares que no son tu pareja (con o sin papeles), incluso los hijos, calienta los huesos, pero no todos los huesos. Todo es “opinable”, pero yo sigo pensando que llegados los cuarentaicinco, los cincuenta, los cincuentitantos, esos temores y terrores de “madurez” (los de ya no funcionar como se funcionó, o los de intuir que hace tiempo que no te miran con deseos inconfesables) son mucho más llevaderos, en determinadas noches, si respira (o hasta ronca) a tu lado alguien a quien adoras y es tu cómplice. No es que trate de incitar a que los célibes entraditos en años se pongan a buscar novia o novio cuanto antes, pero lo que a los treinta puedes ver como un privilegio (no compromisos, no ataduras, no explicacionees), a los sesenta puede ser un horror. Cada uno es como es y tiene las necesidades que tiene. Personalmente, es mi caso intransferible, ni quiero ni sabría regresar a “lo de antes”. Que a ratos era muy divertido, muy trepidante y muy lleno de situaciones impredecibles, pero también lleno de “días siguientes” horribles, y no precisamente por la resaca. No los echo de menos.
Que tengas y tengáis todos buena semana.