Cuadernos de Kabul: el oficio de no pensar
Sunday, 15 de November de 2009 por Ramón
Existe un triángulo entre Afganistán, Pakistán y Cachemira del que los medios de comunicación escribimos y hablamos mucho. La imagen que proyecta tanta información es la de unos territorios habitados por gentes que dedican una parte considerable de su tiempo a hacerse la guerra en nombre de dios o del diablo. Pero como en todo, detrás de lo llamativo a menudo está lo esencial, lo cotidiano: gente feliz que hace el amor, ríe y llora, cultiva campos, pastorea animales y fabrica y vende pasminas y pañuelos de seda maravillosos. No es una felicidad como la nuestra edificada sobre un muro defensivo, o una alambrada, con tres comidas diarias, ducha caliente, agua potable, programas basura y el maldito sobrepeso. No; la de ellos es diferente porque su vida es otra: deslomarse de sol a sol sin pensar, que hacerlo en exceso conduce al fanatismo.
Mohamed Munir es afgano y no tiene siquiera tiempo para ponerse triste, que la melancolía es cosa de primermundistas. Sentado ante el telar mueve los pies y las manos como un pianista, pero no salen notas, solo se mezclan los colores. Aprendió a fabricar pañuelos en Mazar-i-Sharif, al norte. Allí huyó con su familia tras la llegada de los talibán. Cumplió los 18 años hace poco y lleva siete fabricando pañuelos excelsos que después su tío Farid coloca en la zona noble de la tienda, a la que lleva los escasos turistas como si los condujera a un templo secreto de la belleza. A falta de viajes organizados y vuelos low cost, el complejo papel de turistas lo representan en Afganistán los reporteros, diplomáticos y funcionarios de la ONU.
Farid, que del arte de regatear sabe más que de hilos, saca bastantes dólares por cada pañuelo fabricado por Munir y muchos más por las pasminas y cachemiras traídas del reino de los talibanes y la guerra. A mayor peligro en el transporte, más cara la mercancía; a más precio, mayor el capricho del comprador.
En el piso donde Munir fabrica jugando con los pies y las manos una media de un pañuelo y medio al día trabaja también su sobrino Abdul Majid, de 14 años. Es el encargado de preparar los tambores con los hilos tintados. Sentado en un cojín, Majid ríe cada pregunta pues entiende inglés. Va a la escuela como todos los niños afganos que aseguran ir a la escuela pese a estar trabajando como stajanovistas en horario de aprender. Ahora tiene excusa: cerraron los colegios y universidades por miedo a la gripe A y a las manifestaciones contra el fraude.
En la tienda no hay descansos. Se trabaja siete días a la semana, de siete de la mañana a nueve de la noche. No existen los días libres, ni las vacaciones ni los diez minutos del bocadillo, todas esas ventajas que se logran cuando el progreso transforma la explotación en un trabajo remunerado y con ciertos derechos. Cuando Munir termina no ve la televisión, apenas sale con los amigos. Sólo tiene ganas de dormir. Es la ventaja de tanto trabajo: no hay tiempo para gastar.
Continúa en Cuadernos de Kabul, publicados en la web de El País.
Las enfermedades relacionadas con el stress, depresiones, etc, solo se dan en el “primer mundo”. Mentira. Se darán también en otros mundos, solo que no les pueden “dedicar” tiempo. Así que tiran pa’lante, o para donde sea, con tal de tirar.
En lugares donde las necesidades básicas están cubiertas, a la gente le da por pensar. Y, como tú dices, no siempre con buen resultado. Así les va a otros.
Cuídate.
He estado trabajando en Afganistán 4 meses y lo he tenido que dejar por la peligrosidad. Soy muy joven y ese mundo es muy complejo.
Leo tu blog con entusiasmo. Se agradecen todas esas palabras cubiertas de realidades.