Cuadernos de Kabul: el aeropuerto del fin del mundo
Monday, 2 de November de 2009 por Ramón
Si los aeropuertos definen una ciudad, el de Kabul es caótico. Decenas de pasajeros, sobre todo los afganos que regresan a casa cargados de hatillos de plástico descomunales atados con cuerdas, pugnan por pasar en tropel, y no siempre en el mismo sentido, por una estrecha bocana en dirección a una gran máquina de rayos que debe inspeccionar todo bulto que entra en la ciudad. El embotellamiento de los carros atestados y el cruce de ordenes de los policías, supongo contradictorias por el resultado (incluso hay uno de tráfico), complica lo que en España llevaría horas desenredar, pero que aquí, por alguna misteriosa razón, se disuelve de la misma manera que se formó: en un abracadabra.
Los de la embajada alemana que traían una veintena de cajas de metal, de esas que sirven para transportar herramientas, o fusiles Winchester en las películas, pero que en este caso declaran medicinas para la provincia de Kunduz, donde están sus soldados, no pasan por el escrutinio de la máquina. Son VIP. Han debido untar a algún jefecillo de equipajes porque los suyos fueron los primeros en salir en fila india y sin errores por una de las dos únicas cintas transportadoras. Los demás, testigos pacientes del usted sabe bien con quién está hablando.
Antes de alcanzar la máquina, una mujer revisa uno a uno los comprobantes del equipaje para evitar hurtos y confusiones. Este control nunca se da en el Primer Mundo, donde no deben existir los robos o los operarios nos dan por imposibles.
Una vez fuera de lo que definimos como aduana no se amontonan estorbando como en Barajas decenas de padres y enamorados en espera de sus seres queridos. En el aeropuerto de Kabul no hay casi nadie y los que pueden colocarse allí con su cartel de Bienvenido mister lo que sea llevan la bandera de Estados Unidos, que en la escala de los enchufes ocupan el primer puesto en Afganistán.
Ya en lo que llamamos calle no hay taxis ni bullicio sino barreras de protección. El aeropuerto de Kabul es una zona militar ultraprotegida contra los coches bomba de los talibán. La mejor manera de evitarlos es no dejar pasar a ninguno. La lista de las excepciones es larga pero tienen en común dos rasgos: son occidentales de ocupaciones varias y no siempre decentes y todos los vehículos son todoterreno adornados con el último grito de alerta electrónica contra los atentados. No todos, claro, que en esto de sobrevivir también hay clases sociales.
Tras una largo peregrinar entre controles desganados de la policía afgana, vallas y muretes, se llega a una zona donde se amontonan los civiles afganos. Allí deben esconderse los enamorados, pero son más visibles los cambistas, los vendedores de tarjetas para el móvil y los listillos. Conviene no coger un taxi sin orientación. Existen compañías a las que se llama por teléfono, como la TTL, que por 15 o 20 dólares te recogen y llevan al hotel o la guest house (hostales).
El primer encuentro con el tráfico kabulí, tras el aperitivo de la máquina escrutadora, se produce en la avenida que enfila hacia el centro de Kabul, ya fuera de las protecciones militares. A diferencia de agosto, las montañas que cercan la ciudad empiezan a coronarse de nieves y el aire parece mover un poco el polvo denso y la contaminación.
El tráfico de esta ciudad es una demostración de lo que es una sociedad en la que cada uno negocia constantemente los límites. En los cruces el límite es el choque que rara vez se produce. Decenas de coches tratan de adelantarse por donde no cabe un alfiler, tipos en bicicleta transportando una televisión que parece un objeto de coleccionista surgen de la nada u otros que empujan una carretilla se suman sin complejos al embotellamiento. Y las bocinas: una sinfonía.
Nada ha cambiado, ni el cartel de una compañía aérea que promete como destinos de ensueño Islamabad y Peshawar, otros infiernos duplicados donde explotan bombas, huele y se masca polvo y nadie parece saber que frente a la promesa del paraíso está la opción de luchar y cambiar las cosas, empezando por las más simples, como saber guardar cola a la salida de un aeropuerto en un país hermoso, pero destruido por las guerras.
Publicado en Cuadernos de Kabul, edición digital de El País.
Lobo, es verdad que guardando una simple fila se pueden cambiar las cosas, pero creo recordar que realmente se cambiaron cuando algunos decidieron abandonar la fila. Cuidate. Salud.
Hoy he enviado a mi hija, que estudio Comunicación y Audiovisuales, este comentario:
“Laura si tus ocupaciones te lo permiten, lee hoy, en El País, dos artículos. Uno es el de Ramón Lobo desde kabul y el otro el la Pág. 53 que lo escribe Enric González. Ambos artículos me han reconciliado con este periódico y el periodismo. Hoy ha merecido la pena el 1,20 que me ha costado el periódico”
Gracias, Ramón. Cuídate y sigue alimentándonos con tus historias.
Acabo de leer tu última crónica en El País. Qué tristeza. Pobres afganos.
En la calle no hay sorpresa ni perplejidad, sino una vida difícil que cuesta mover cada día: desempleo, pobreza, analfabetismo, injusticia y bombas. “Hubiera sido mejor no haber hecho ninguna elección, ahora ya no tenemos ni siquiera ilusión de que las elecciones sirvan para cambiar nada”, dice Faqeer, comerciante de unos 40 años. Los afganos parecen vivir desde hace mucho tiempo en un país real que nada tiene que ver con el de sus políticos y el de la comunidad internacional. “Estas elecciones las montaron para ustedes, no para nosotros”, dice Mohamed, un periodista local.
Genial el cuaderno de hoy, Ramón. Enrique tiene toda la razón.