Lo que esconden los rostros
Monday, 11 de November de 2013 por Ramón
Me gusta observar a las personas, imaginarme qué hay detrás de los rostros, de sus disfraces. Cuando vuelo -como hoy a Granada- miro desde una ternura cómplice. Pienso en el despertador e invento un despertar para cada uno: este se levantó solo, aquel necesitó de una mujer. Las maletas, no importa su tamaño, esconden secretos: ¿quién dobló la ropa? ¿Quién la compró? Hay maletas que están llenas de silencios, vacíos y ausencias. Hay maletas melancólicas, contagiadas por su dueño.
Un hombre trajeado con un ejemplar de Expansión bajo el brazo parece un ejecutivo de diseño, un triunfador del corto plazo, de esos que se sienten inmunes a la crisis, que hablan como empresarios. El hombre trajeado deambula delante de los demás con el móvil pegado a la oreja. Se siente sobre una pasarela de éxito. Es incapaz de ver el abismo que le crece a ambos lados.
Una pareja en edad de jubilación espera la llamada del vuelo a San Sebastián. Apenas hablan, parecen compartir un silencio cómplice, no del que nace de la falta de palabras sino de la capacidad de no tener que decirlas. Ella tiene pelo de arena y ojos claros de mar. Si acercas el oído escuchas las olas, el viento cantábrico.
Una joven lee un libro, o quizá es el libro el que la lee a ella antes de aceptarla en sus laberintos. De vez en cuando vigila de soslayo el cartel que anuncia un próximo vuelo a Lyon. No sé si es francesa porque el libro está escrito en inglés. Quizá sea una española multicultural expulsada por la incultura gobernante.
La mayoría de los pasajeros no aprovecha los asientos del aeropuerto, se mueve de un lado a otro, enjaulados de sí mismos. Un hombre exhibe el desaliño del divorciado en el cuello doblado de la camina. Me dan ganas de arreglárselo. En cada puerta, una cola, a veces incipiente, otras formada. Somos un pueblo en fila india, dispuesto al matadero.
En el avión viajo junto a una pareja que parece surgida de una exposición del MOMA o quizá sean parte de una itinerante. Cuando aterrizamos despierto de mi modorra aérea que siempre comienza antes de despegar. Él está despeinado, con la señal del asiento en la nuca. Trato de recordar si lo llevaba puesto antes de despegar, si es parte de su atuendo artístico, pero no recuerdo nada, solo un cuadro en blanco.
El ejecutivo se incorpora de su asiento dispuesto a salvar su porción del mundo. Me mira, sonrío por vergüenza, un acto reflejo por imaginármelo de una manera injusta. Cuando pisamos la pista, el hombre trajeado avanza entre sus abismos mientras los demás pasajeros esperan cerca del avión a que se vuelvan a cerrar, como las olas del Mar Rojo.
Ramón, pensé, en mi infinita soberbia, que era la única a la que le cruzaban pensamientos así por la cabeza. Me da un gusto tremendo saber que no es así. Te abrazo a la distancia, al mismo tiempo que te imagino escribiendo esto, frente a la ventana de un hotel, viendo pasar la vida, con un café al lado (o quizá un whisky) y escuchando a Lou Reed.
Qué partido le sacas a todas las situaciónes y cómo coincido, casi siempre, con tu curiosidad y ternura.
Bravo. Ahora que un cuello de camisa mal doblado no tiene que indicar divorcio. Yo los llevo perfectamente remetidos. 🙂