Comida en Chinatown
Monday, 5 de August de 2013 por Ramón
La madre de Paula corrió por Central Park a las nueve de la mañana. Era domingo y una parte de la ciudad parecía llevar horas despierta. Después intentamos escuchar gospel en Harlem pero habían cambiado las normas de acceso: entraban los 40 primeros inscritos a pie de templo. Debíamos ser los 50. Mala suerte. La celebridad de la Bethel Gospel Assambly ha crecido desde la última vez que vine; o quizá sean reglas para sobrevivir a agosto, para protegerse de los turistas.
La idea era sumergir a Paula en Missisipi ahora que lee a Mark Twain. Paseamos Lexington abajo. Un hombre se me acercó para preguntarme si yo era Tolkien. Acababa de tomar una fotografía de un cartel callejero que decía “Not all who wander are lost” (No todos los que vagan están perdidos). Estaba firmada por el escritor. El hombre pertenecía a la parte de la ciudad que no se había acostado.
Bajamos unas cuarenta calles en la línea 6. Salimos en la setenta y algo para seguir el paseo por Madison Avenue, una de las calles elegantes del East Upper Side. No había celebridades de ida ni de vuelta.
Los escaparates de Nueva York son, en su mayoría, una obra de arte. Los hay minimalistas: pocas cosas de las que presumir colocadas con esmero. Me gusta cuando soy capaz de percibir el trabajo invisible, la pasión de quien desea ser visto. Me sucede con los reportajes, las crónicas, las fotos. Descubrir las intenciones, esa baja frecuencia que conecta a las personas me genera satisfacción. Es como ser parte del mensaje.
Comimos con Antonio, un amigo profundo. Quedamos en Canal Street con Mott. Una pareja de chinos se afanaba en su puesto de comidas en la esquina. Debe ser excelente porque había cola. Es barata, huele bien. El cocinero se multiplicaba sobre su placa y la mujer vendía. No hacían falta gritos, ni carteles; es el boca oreja, esa sabiduría popular que otorga otro tipo de estrellas menos fugaces.
Fuimos a un Chinatown dentro de Chinatown en el que no entran los turistas sujetos por sus guías. Es la ventaja de tener amigos que viven desde hace años en Nueva York. En el restaurante no había menús, solo camareras que pasaban empujando carros repletos de comida. Es el comensal el que elige. Me preocupó Paula, acostumbrada a los chinos de España que tan poco tienen que ver con los chinos de vedad. A la niña, que tiene un gran paladar, le encantó la experiencia y comió como nunca. Intentó los palillos pero acabó en los cubiertos. Dijo que había sido su mejor comida en Nueva York.
Fuimos a JR en Park Row porque Antonio quería comprar un plato para discos de vinilo. Cuando se enteró que había vendido gran parte de mi colección por 40 euros casi me mata. Conservo los esenciales aunque no los pueda escuchar. Expliqué a Paula que los discos de vinilo y los libros son huellas de la vida vivida y que las huellas no se prestan ni se venden salvo emergencias. Es mejor conservarlas porque nos recuerdan quienes éramos, qué soñábamos.
Cómo estoy disfrutando estas crónicas neoyorquinas. Entre Paul Auster, Woody Allen y Ramón Lobo, voy a acabar teniendo que ir. 😉
Buenos días: Estos cuadernos de viaje…. qué buenos!!
Buenos días!! yo quiero ser Paula!!!:))))