Tesoros en la playa
Tuesday, 16 de November de 2010 por Ramón
Me he traído cuatro tesoros de una playa del sur. Una madera larga y estrecha, casi náufraga, repleta de agujeros, que tengo sumergida en un barreño con agua y sal para que no olvide de donde viene. Cuando se limpie y seque servirá para colocar varas de incenso. También encontré, o me encontraron, dos piedras, una negra con forma de caracol que invita a pintarle fantasías de color en los lomos, y otra amarilla, resto de alguna pulpera, que servirá de apoyacubiertos en la cocina. Una tercera es un amasijo de alquitrán endurecido por el tiempo y esculpido por las olas. Parece caída de la luna con todos los colores de Río Tinto a cuestas.
La playa en otoño, y más en invierno, es generosa, casi un zoco. Cuando hay temporal, el mar escupe lo que no le pertenece, desde personas muertas como sucede en Muxía, a troncos y acordeones como en la Costa da Morte. Es el momento de los grandes hallazgos, cuando la arena se puebla de conchas y caracolas. En algunas de ellas se esconden palabras pronunciadas en otra costa, a veces en otro idioma. Así empezaba un capítulo de una novela que lleva años navengándome las venas.
He perdido el placer de percibir con las yemas de los dedos, de palpar, de salir al campo o a la playa para buscar lo que pueda serme útil. Los muy hábiles, entre los que no me encuentro, ven lo inservible servible, arreglado y esplendoroso. En vez de esa aventura preferimos entrar en tropel en el edificio de un gran almacén para comprar rebajado lo que no necesitamos. Hoy, una ganga: pague dos y llévese tres cosas inservibles.
Tengo un amigo gallego que ejerce de hermano mayor. Se llama Manuel. Sale al campo a buscar setas o espárragos, depende la época, y luego los cocina y come. Es un placer pisar su huerto, arrancar un tomate de la tomatera, escuchar el clic de separación del tallo y percibir su olor intenso, agradable, un olor desconocido.
Recorro el interior de mi casa, la veo repleta de objetos comprados en sitios lejanos, muchos domados tras años de duros combates y largas conversaciones hasta preñarlos de significados personales, de mí mismo, de mis olores. Me asomo al barreño y veo mis cuatro tesoros recién llegados de la playa sumergidos en un mar de nostalgias porque la sal de mar que saqué de una bolsa se ha puesto melancólica de tanto recordar su infancia en alguna salina. Los objetos me miran con ojos de risa, como si se mofasen de mi ignorancia, que es grande y múltiple. Sé poco, pero sé lo esencial: la madera y las piedras vienen ricas de voces y de vida que irán saliendo despaciosamente. Lo sé porque escucho sus palabras de sal burbujeadas bajo el agua. Cada pomba una consonante; cada tres, una vocal.
La historia de las pequeñas cosas, sólo hay que sentarse a escuchar, pero ya veo que tenéis hasta vuestro propio código disfrazado de burbujas. Y como bien dice al tacto seguro que cuentan más historias, en ese código Braille esculpido por las olas y el viento.
Quien es buen oídor escuchará hasta los susurros del silencio, quien es un buen escritor hilvanará el sonido del tacto con el susurro del incienso y hará collares con las lágrimas del salitre.
Un saludo escribidor.
La grandeza de las pequeñas cosas. Bello.
Precioso
El final del último párrafo, cada pompa una consonante, cada tres, una vocal…puede ser un saludo: “H…o…l…a”. Cuentan su historia las piedras y la madera, sólo hay que saber escuchar.