Chesnutt no quiso esperar tanto
Tuesday, 9 de February de 2010 por Ramón
Homenaje a Vic Chesnutt:
Tuesday, 9 de February de 2010 por Ramón
Homenaje a Vic Chesnutt:
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Ramón, no sé si vulnero las leyes del copyright (con las que soy en extremo respetuoso). Si es así, borras la intervención y punto. Pero me apetece mucho reproducir el artículo de Alfonso Armada en el ABC, año 2003, que me puso sobre la pista de Chesnutt, artista que hasta esa fecha me resultaba enteramente desconocido y del que, desde entonces, soy incondicional. Ahí va, y disculpas también por la extensión:
“Tren W. Una línea subterránea que se adentra en parajes dle otro lado del río, de ese Brooklyn del que Truman Capote decía -antes de mudarse a Manhattan- que la vida podía ser muy excitante allí, y recuerda al coronel Rudolf Abel, “el agente secreto ruso, el mayor espía jamás atrapado en Estados Unidos, cabeza de todo el condenado aparato” que solía observar en el Music Box Bar. También habla de un misterioso hotel en la calle Water, que parece una casa fantasma donde nunca se ve un alma -pese a las botellas de leche en los alféizares, un sombrero en el colgador, camas sin hacer y bombillas encendidas”, hasta que un día creyó vislumbrar un rostro en una ventana. Pese a todo, nunca se animó a poner los pies allí por dos razones: “O sería devorado o se disiparía el misterio”. Y aboga por seguir siendo, como de niños, receptivos a los misterios: “Toda la vida deberíamos creer en hoteles fantasmas”. La noche del sábado cambia el paisaje de los convoyes subterráneos y nuestro viaje al extranjero resulta todavía más turbador. Nunca había puesto los pies en la Quinta Avenida de Brooklyn, y ahora descubro locales en penumbra en los que me gustaría sentarme a escuchar y a beber mientras el tiempo se explica. Pero apresuro el paso hasta la calle St. John’s donde se abre el Southpaw, un club del que nunca había oído hablar. Hasta que vi el nombre de Vic Chesnutt asociado a él. El cantante georgiano venía por fin a Nueva York. Me faltó tiempo para dejarlo todo y coger el ren W. Al llegar estaba en medio del bar, sentado en su silla de ruedas y, como una vez en el teatro María Guerrero, mientras esperaba a que abrieran la taquilla para comprar una entrada, pasó Tadeusz Kantor, y como si nos reconociéramos, ambos inclinamos ligeramente la cabeza, pero no nos dijimos nada. Fue exactamente lo mismo con Vic Chesnutt. Y no me arrepentí de no abordarle con preguntas intempestivas. El bar estaba medio vacío, era temprano, faltaba todavía por llegar el telonero, el cantante Dave Murphy. Larga barra de aluminio, amplificadores e instrumentos a modo de santos entre las botellas, cuadros de cantantes y portadas de discos, todo patinado por el tiempo. Un escenario pequeño y paredes pintadas de negro, con dos niveles, asientos para las parejas, los tríos y los solitarios, y reservas de todo tipo de cervezas. Como ordena el alcalde, ni una voluta de humo.
Salió a escena sin efectos, completamente solo. Alguien había preparado los micrófonos como si fuera a actuar un niño. Tiene ambas piernas inservibles desde que a los 19 años un accidente de conche con alcohol le dejara para siempre adscrito a una silla de ruedas. Fue en Athens, Georgia, donde ocurrió y donde empezó a componer sus discos: nueve extrañas y fascinantes piezas de música que acaba de culminar con “Silverlake”. Enchufa su acústica, un instrumento que parece una guitarrita en medio de su pecho hundido, su cuerpo, flaco y breve, maniobra su silla, que se mueve a golpe de mano -no es uno de esos armatostes eléctricos con marchas-, coloca sus hojas sobre una caja de leche, prueba el sonido y rompe a cantar. El público, que no sólo no llenará el amplio local, sino que, salvo los incondicionales, empezará a desaparecer discretamente a lo largo de la más de hora y media de concierto, se sitúa, de pie o sentado en el suelo, en semicírculo o al fondo, en medio de un silencio cómplice. Salvo en uno de los temas, en que subirá un trompetista, Vic Chesnutt tocará a pelo, solo, hará algunos comentarios irónicos, agradecerá la paciencia de los que escuchamos: “Algún día seré rico, valiente, listo, como Larry King, pero hoy no sé cómo empezar”. En el mundo del rock y del pop, que está tan poblado de ficciones, Chesnutt es una absoluta anomalía. Toca con una intensidad a veces difícil de resistir, mientras desgrana sus letras sobre hospitales, minas de mica, residuos tóxicos, eunucos que no son amenazas y están autorizados a ver a las mujeres del harén, mapas mentales, su tórax, lo que cada uno desea, las mentiras, las etiquetas, seguir pensando y cantando en tiempos como éstos, el amor y el desasosiego. Ironiza sobre la política de su país y sobre el estado de su cuerpo. Pero sin énfasis, o más bien con un énfasis que su condición convierte en berbiquí, sin pedir la menor brizna de compasión, ni siquiera atención especial, o disculpas. Canta con la guitarra en el regazo, como si acunara a un niño eléctrico y combativo, a veces con una postura que parece inverosímil, forazada, canciones tan tristes, lúcidas y hermosas que te rompen el corazón sin corromper la inteligencia. No es raro que el club se quede silencioso como una tumba y los cascos de las cervezas vacías o los movimientos de la caja registradora resuenen como en una iglesia. Parecen parte de la banda sonora de Vic Chesnutt. Ni siquiera hay susurros, sólo el silencio roto cada vez que un largo tema termina, aplausos cálidos, algún grito. No recuerdo semejante avidez ni devoción, pero no la que suscita un santo, sino un poeta: “Hoy sólo soy digno de morir” o “Nadie a quien enviar postales exóticas”. No tiene ni miedo ni prisa, rompe la voz, desgarra el sonido, se ríe de sí mismo, alarga las vocales. “Canto canciones lentas y tristes. Muchas veces, muchos jodemadres vienen a decirme que no canto mal y se ponen comprensivos. Los muy cabrones. De todos modos, gracias”. Se despide con otro tema, antes de devolvernos a cada uno a su noche, a mí al tren W, a la madrugada de Brooklyn, a la isla de Manhattan: “Cada 28 días hazte una pregunta”. Lo haré.