Pedro Altares
Monday, 7 de December de 2009 por Ramón
Hay personas que nunca se van, a las que la muerte no detiene, sólo transforma; imprescindibles que siguen en primera línea de los valores, el periodismo y la democracia, que son elementos de lo mismo, de un saber estar en la vida y en la ausencia. Hay amigos que cuando se van no dejan un vacío porque en vida desbordaron varias veces lo que se espera de un vida, que supieron dar y escuchar, ser lecciones permanentes de lo que somos y defendemos más allá de nuestras propias circunstancias personales. No hay muchos maestros de periodistas en esta profesión convulsionada por la mediocridad, pero desde ayer, Día de la Constitución española, hay un maestro presente menos, Pedro Altares, y un ejemplo a seguir más. Gracias por todo, Pedro.
Gracias
deja un aporfunda sensación de tristeza cuando se vna los buenos y se quedan los mediocres… Ojalá sigamos aprendiendo y disfrutando de ese pequeño grupo de porfesionales que hacéis bien vuestro/nuestro trabajo. Gracias.
Pedro:
te conocí temprano y te seguí de lejos porque me vine a América
pero al saber de tu muerte necesito decirte Gracias, hermano de
luchas y esperanzas,gracias.
Estas últimas horas he visto cómo una gran familia de periodistas se han reunido en torno a la familia Altares y han rendido el último homenaje a nuestro querido Pedro. He visto emocionarse a periodistas, curtidos en mil batallas -valga el empleo del tópico- que suelen parecer indiferentes ante anta desgracia que presencian, quizá como forma de autodefensa, para contar luego en sus medios y que todos sepamos lo que ocurre en cada rincón del mundo. Se le quería mucho al maestro. Como diría Pedro, si no fuera por los corresponsales o por los enviados especiales nos faltaría esa información.
Como miembro de la organización del premio en memoria de Cirilo Rodríguez, destinado a estos compañeros, tengo que decir que, pese a los reveses de la vida, Pedro nunca faltó a una reunión del jurado en veinticinco años, siempre trató de buscar la ecuanimidad y la justicia en el fallo, a la hora de defender un candidato, y trabajó por consolidar este galardón, considerado el más prestigioso de su categoría de los que se conceden en España.
En lo personal era amigo y como le conocí me encantaría proclamar -después de ver algunos comentarios, anónimos, por supuesto- que si hubiera sido la voz de su amo quizá la vida le habría ido de otra forma, porque lo tuvo todo y eligió sólo aquello que le pidió su corazón, enraizado en la honestidad y la bondad.
Pedro, siempre me apoyaste y salías en mi defensa. Poca gente de la profesión periodística ha sabido entenderme y admitir mis razonamientos. Fui lector mucho tiempo de Cuadernos Para El Diálogo pero también fui compañero y admirador tuyo cuando Antonio Asensio Pizarro creo El Periódico De Catalunya ediciones Madrid y Barcelona. La de Madrid duró poco y tu hacías columnas de Opinión y Críticas Teatrales, además de ser Amigo y Maestro. Asensio te llamó al Grupo Zeta al comentarle Julián Lago que Felipe Gonzalez te iba a nombrar Ministro de Cultura en cuanto el PSOE estuviera en el poder. El PSOE fue poder y tu -felizmente- nunca fuiste Ministro de ningún ramo. Luego, en el Diario El Sol y en la vida fuiste amigo incondicional y sin miedos. Que extraña maraña la de aquel Diario Romántico financiado por PSOE y el Opus Dei. Jejeje !!! Pero qué bien lo pasamos muchos haciendo lo que nos salía de la polla para beneficio y disfrute del lector.
Lo ha dicho ya Ramón Lobo “Hay personas que nunca se van, a las que la muerte no detiene, sólo transforma; imprescindibles que siguen en primera línea de los valores, el periodismo y la democracia, que son elementos de lo mismo, de un saber estar en la vida y en la ausencia.”
Pedro, el más grande de mis abrazos y mi gratitud. De debo más de una pero … ahí donde estás creo que ya eres Ministro de Cultura y de lo que te de la gana. Estoy encantadísimo de que me esperes poco para iniciar cualquiera de los muchos proyectos que nos salgan de la polla. Y a las penas … puñalás !!! Un beso fuerte, Rafa Fernandez.
Pedro Altares fue el único lector que haya tenido en mi carrera “literaria”. Así que, si uno tuviera ínfulas y vanidades de creador, difícilmente nadie podría negar que yo sea uno de los escritores de todos los tiempos que hayan contado con una atención de mayor calidad media.
Le conocí en la primavera de 1989. En uno de esos acogedores y bulliciosos “templos” de la noche madrileña, de los frecuentados por gente progresista, divertida, caótica y, en general, encantada de haberse conocido a sí misma. Era un ecosistema confortable para Pedro, extraño para mí. Entonces y ahora. Confluimos dos bulliciosos grupos de personas entre los que, al parecer, había gente que se conocía (no sé si apreciaba) recíprocamente. Así que hubo fusión, parloteo, relatos pormenorizados sobre las cosas interesantísimas que uno y otros, todos, estaban haciendo, profesionalmente…
Yo, que no era de mucho hablar, procuraba encontrar, maldición de los tímidos, un poco de elocuencia dentro del vaso de whisky. En vano. Así que Pedro debió darse cuenta que había un desubicado en medio de aquel maremagnum y allá que se vino, con su legendaria bondad, a integrarme en la corriente general. Me cayó bien, muy bien, instantáneamente, cosa que, con respecto a Pedro, debía ocurrir algo así como con el 99% de sus interlocutores y no tardé nada en identificarle, por esa voz suya, magnífica, que yo asociaba a una tertulia matutina de RNE en la que Altares estaba integrado.
En medio de tanta gente interesante yo, que en realidad no tenía nada que ver con ese ambiente, que era culturalmente don nadie y laboralmente un casi crío que sobrevivía gracias a un empleo tan surrealista como los que después averigué que Pedro había desempeñado en su juventud, no podía ser menos. Así que, no sé si engolando la voz, declaré “yo escribo”. De inmediato Pedro se mostró interesadísimo, parece que sinceramente, por saber qué demonios escribía yo. Y como el alcohol me debía tener en fase lírica, se me ocurrió declararme poeta. Y Pedro, insistiendo, en que tenía que leerme, que por favor le enviase una muestra de mi “inspiración”.
La verdad es que no era del todo mentira. Yo había atravesado, como tantos adolescentes, una etapa, que tenía por completo olvidada, de idilio con un bolígrafo y un cuaderno. Y esos poemas estaban por ahí aún, seguro, no había más que ponerse a rebuscar en el fondo de los cajones de lo más inútil que uno pudiera tener en su habitación y seguro que aparecían. Aparecieron: eran horripilantes, sin paliativos. Inflamados de dudosa épica generacional, desbordantes de una sentimentalidad impúdica y ajena a toda autocrítica, arrítimicos, verdaderamente impresentables.
Entre tanto mi nuevo amigo me llamó dos, tres, cuatro veces por teléfono, exigiendo siempre que le enseñase aquello. Le debió parecer que alguien de mi edad tan atípico para, como había quedado patente en nuestra primera conversación, saber quiénes eran sus íntimos Claudio Rodríguez, Carlos Barral, Jaime Gil de Biedma, o José Agustín Goytisolo, y que hasta había leído con detenimiento (y provecho) a algunos de ellos, podía tener madera. Pero, querido Pedro, allí, en lo que yo rescaté del fondo de lo más hondo del cajón de los calcetines más feos y los calzoncillos que nunca me ponía, no había madera, ni astillas, ni nada de nada. Sólo la dudosa lírica de mi edad de una edad del pavo que habría terminado cuatro o cinco años antes, pero que me parecía ya jurásica, sin posibilidad alguna de identificarse uno ni con el contenido ni con el continente de esos escritos.
Era justamente la época en que a Pedro le encomendaron su primer programa de televisión, una tertulia en la noche de los viernes, y a continuación le la entrevista de cierre del telediario de la 2, el de Martín Benítez, y poco después se metió en el fregado aquel imposible de “El Sol”. Con la agenda de sus compromisos más abarrotada que nunca, este tipo tan machadianamente bueno encontraba cada pocas semanas el hueco necesario para citarme, la mayoría de las veces en un pub muy señorial y elegantón de la calle de Alcalá, y darle a la conversación. Me encantaba escucharle, y tirarle de la lengua para que me relatase batallitas de su época trepidante en “Cuadernos…”, y que me corroborase lo borrachos, alocados y buena/mala gente que eran esas luminarias de la gauche divine tardofranquista y barcelonesa en cuya fraternidad fue admitido. Con honores, pese (o gracias) a su talante nada pretencioso y a su planta de campesino mesetario (o de guardia civil). A Pedro debieron apreciarle, y muy sinceramente, como un personaje extrañamente sólido y sensato en medio de atmósferas gaseosas-espirituosas. La del activismo cultural, la del activismo político de izquierda, la del navajeo periodístico.
Lo raro, y lo verdaderamente terapéutico para una autoestima, como la mía de entonces, más bien precaria, es que a Pedro también le gustaba escucharme. Nunca tenía prisa, nunca miraba el reloj, aunque tuviera que madrugar. Naturalmente, yo tampoco. Éramos amigos, muy buenos amigos. Lo malo es que no se olvidaba de los jodidos poemas, que seguía pesadísimo en la insistencia de leerme. Y yo no podía seguirle dando largas.
Había que hacer algo. Y ese algo era intentar desesperadamente transformar aquel detritus adolescente del fondo del cajón en algo, al menos, no vergonzante. Así que, manos a la obra, y encomendándose uno más a su capacidad de trabajo que a una más que dudosa inspiración, hubo que ponerse a rehacer “aquello”. A meterlo dentro de un corsé métrico, a podarlo de delirio y melodrama e introducirle un poco de narratividad, de humor negro, de referencias más o menos cultas y de un ansia bastante desesperada de madurez y sofisticación. Transcurridos unos meses, por lo menos conseguí que no me diera tanta vergüenza leerme y releerme y encontré que el nivel ya era apto para, al menos, no matar de la risa a otro lector, ¡y qué lector!
Esperé el veredicto, a veces poniéndome hasta colorado de vergüenza, estando solo, arrepintiéndome y pensando cómo había sido capaz de poner semejante frankenstein en manos de un amigo tan apreciado y que, sin duda, estaría cachondeándose a fondo de los versitos. Literalmente con las piernas temblando, acudí al elegante pub de la calle de Alcalá. Y va Pedro y me dice, con su santa sinceridad y sin asomo de coña, que aquello le había gustado sobremanera. Que hasta le parecía muy bueno, que requería los honores de la publicación y el paso previo por un prestigioso premio de la especialidad al que él más que aconsejar, ordenaba que debía presentar mi “obra”, que mucho dudaba que el jurado (cuando supe quiénes lo integraban, Octavio Paz incluido, casi me caigo de culo) encontrase algo mejor a lo que hincar el diente y consagrar. Y lo decía convencido…
Pero quien seguía sin estar nada convencido de la entidad del librito era yo, así que decidí ahorrarles el tormento o la risa floja a Octavio Paz y compañía, y aquella obra magna no fue enviada a examen. Mentí a Pedro en primera instancia, le aseguré que personalmente había entregado en la sede del patrocinador todas las copias requeridas y que todo quedaba en manos del jurado. Cuando Pedro vio que no me habían tocado los laureles en ninguna de las dos categorías del concurso, que no había sido siquiera finalista, se mostro, otra vez parece que muy sinceramente, extrañado. No sé si aprovechó sus contactos para hacer más averiguaciones, pero me preguntó si no habría enviado los ejemplares por correo y podían haberse extraviado por el camino. Así que no había por qué mantener más la ficción. Yo había mentido, y tal vez defraudado, a mi amigo Pedro Altares.
Seguimos citándonos, cada vez más de tarde en tarde, para darle a la conversación, que seguía siendo placentera, pero ya no tanto. Ahora Pedro sí que miraba de cuando en cuando el reloj. entre calada y calada a su sempiterno Ducados Internacional. Y al final (habían pasado dos años desde que le interesé en medio de esa reunión de gente “interesante”) dejamos de tener nuestros coloquios bidireccionales, en el pub elegantón de la calle de Alcalá y en otros escenarios, y hablábamos sólo por teléfono. Cada vez menos.
Vi a Pedro por última vez en el 2004. Acababan de regresar al poder los presuntamente “suyos”, con Zapatero. Estaría contento me amigo Pedro por el final del aznarato… Me apetecía mucho verlo y encontré el pretexto de una idea disparatada que se me había metido entre ceja y ceja (convertirme en librero). Era un mundo que él conocía a fondo, así que necesitaba consejo. Imposible mejor consejero. Pedro ya no me citó en el pub elegantón de la calle Alcalá. Comí con él en su modesto piso familiar a la vera del Manzanares. Casi ni le reconozco cuando le vi sentado en la terraza del bar aledaño. Estaba muy avejentado, detrás de unas gafas oscuras, muy delgado (por una intervención quirúrgica reciente) y apoyándose en un bastón. Pero era mi amigo Pedro, casi el Pedro de siempre. Casi porque había algo que ya no estaba allí, o estaba mucho menos. Esa vena entusiasta, esa especie de ingenuidad; ese creer que los políticos eran socialistas, democristanos, “progres”, “fachas”, comunistas… (y no, como pensamos casi todos los demás, chorizos, chorizos, chorizos y chorizos), ese Pedro que vertebraba, estimulaba y ponía a funcionar toda persona o tarea que se cruzaba en su camino… ese Pedro ya no estaba y no volvería a estar. Demasiados achaques, demasiado sufrimiento, encadenando recaída tras recaída. Con todo, seguro que más animoso y más entero que cualquiera que estuviera pasando por un calvario semejante.
Es un dolor, un dolor de los gordos, no haberte visto en estos últimos años, mucho más gordo que el de no haberme retratado nunca, con lo pesado que te pusiste, en ninguno de esos fiestorros que dabas en Torrecaballeros por tu santo; no haber conocido a esa familia (tu Juan, tu Güili, tu Pilar) de la que estabas tan orgulloso, no haber tenido otro contacto con este Pedro cercado, al que le pasaban cada vez más cerca las balas que ya habían abatido, también prematuramente, a sus mejores compañeros de fatigas, no haber tenido otro contacto en esos años, digo, que la lectura de sus artículos, tan amargos y tan descarnados al final.
Pedro Altares, maestro de periodistas, personaje capital en la trastienda de todo lo que ocurrió en la vida política cultural y política en décadas de la historia de este país. Todas esas cosas, sí, y muchas más. Pero, por encima de todo, un hombre cabal, y un amigo extraordinario, porque la amistad era tu verdadero credo. El mejor amigo que nadie pueda tener. ¿Que muchos te han olvidado, Pedro?, ¿que muchos han malagradecido tu hondísima bonhomía? Que les zurzan, Pedro. Tú vas a seguir vivo en algunos de los mejores recuerdos que conservemos algunos hasta el momento en que nos toque seguirte a donde hayas ido a parar.
Disculpa que vuelva a la carga: Pedro no te me agotas ni en una necrológica, ni en veinte. Tú mereces una elegía a lo Ramón Sijé, o a lo Sánchez Mejías. Pero quienes estaban capacitados para escribírtela ya hace muchos años que han pasado, todos, a la clandestinidad. Porque, después de que me hablaras sobre la vida y milagros de los componentes de esa especie de Rat Pack poético de los de la generación de los juguetes bombardeados, Rat Pack que te prohijó con todos los honores, no pude releer a los que ya conocía de la misma manera, ni acercarme sin ciertas (muy valiosas) claves a los que aún me resultaban ajenos.
En ese Rat Pack, por tu culpa, ya no puedo dejar de ver a Gil de Biedma como su Sinatra, y a Barral, sin duda, como el Dean Martin de la pandilla. Tú debías ser algo así como el discreto Peter Lawford del grupo: callado, más bien en la sombra, pero aportando un poco de lógica a todo aquello y siendo como el hilo invisible que podía mantener, mientras fuese posible, la cohesión entre tanto ego dislocado.
Al igual que vuestros primos de Las Vegas, había ciertos usos y costumbres, nada aconsejables pero tal vez inevitables, que impidieron llegar siquiera a sexagenarios a la mayoría de vosotros. Tú has sido el más longevo, apuntémosle el tanto a tu compañera del alma. Pedro, si las vacas tuvieran ruedas serían bicicletas, así que las cosas eran como eran y no caben lamentaciones. Bien está que fumaseis como posesos (indisociable, en aquellos años, envolver en humo vuestros contubernios antisistema)y bebierais como cosacos (sí, ya sé que tú nunca fuera de contexto, con más moderación, siempre con muchísima clase y sin dar el cante). Tu hecho diferencial podía estar en lo de hacerle, a diario, siete peinetas, con triple tirabuzón, a eso que después a venido en llamarse dieta mediterránea. Vamos, que quien compuso el chotis “Cocidito madrileño” parecía que pensaba en ti en el pasaje en que se decía “al mirarte con ternura”, ¿quién podía ser capaz de mirar un cocido (y hasta un botillo leonés) con ternura? Naturalmente, el nunca abominable hombre de Carabaña.
Demasiado veneno para la caldera y para las cañerías, Pedro. Así has tenido ese último decenio perro de mala salud que ha privado a todos los que te querían de seguir disfrutando de ti esos cuantos años más que hubiesen sido lógicos.
Vas a hacerme recuperar las convicciones esas en las que a tantos nos educaron y de las que tanto, o a veces tan poco, nos costó desembarazarnos. Porque me niego a admitir que no se te vaya a hacer justicia allí donde estás, que no vas a proyectar, desde allí, tu sombra protectora y benevolente sobre los que has querido más, que no vas a seguir recibiento allí todos los periódicos y paquetes de libros y más libros. Que no has reencontrado ya por ahí arriba a los del Rat Pack y a otros amigos perdidos que te permitan montar la meilleure réunion informelle du monde noche tras noche. Y si hace falta, hasta un “sampedro” en toda regla. Además, seguro que en los estancos de allí todavía tienen Ducados Internacional, y vas a segir engrosando tu colección de zippos. Y como me niego a admitir que estés en la nada, sepan tus familiares y amigos que basta de lloros y angustias (que vaya semanita magdaleniense has dado a muchos, Pedro), que estás descansando, que ya no te duele nada y que ya te has librado de ese cabreo, tan desconcertante tratándose de ti, que había en tus últimos artículos.
Y eso que tenías toda la razón del mundo (en lo del cabreo), porque tal vez esta democracia telebasurienta no se haya merecido el sacrificio que, para alumbrarla, hicieron personas como Enrique Ruano. Porque la Transición no nos ha transportado a esa España culta y civilizada de tus sueños, sino al botellón, a los fondos reservados, a la idiotización de las microtecnologías y las camisetas de futbolista, a que muchos jóvenes consideren que la forma más legítima de “lucha antisistema” es defecar sobre los derechos de autor… Y a que la corrupción esté a punto de mandar a hacer puñetas la poca fe que aún pudiéramos conservar en esa Constitución del 78, cuyos fastos de este año has tenido el buen sentido de boicotear.
Eras un tío divertido, Pedro. De los divertidos de verdad, que son incapaces de contar un chiste con el menor asomo de técnica, pero no necesitan de esos artificios para convertirse en el alma de cualquier fiesta. Aunque no pude seguirte casi nada en tu última etapa del Telediario nocturno, porque mi despertador debía sonar algo así como cinco minutos después de echar tú el cierre, me cuentan que, al final, cuando las circunstancias informativas lo permitían, te habías desinhibido y dabas allí unas exhibiciones de humor británico que estaban en la misma onda del estilo legendario de tu amigo Felipe Mellizo. Después decidieron que los informativos eran para ser conducidos por las letizias y demás rehenes del telepronter.
Pedro, cuántos portazos en las narices has recibido por no estar en sintonía con lo emergente. ¿A quién se le ocurre soñar con la “sostenibilidad” de Cuadernos para el Diálogo cuando lo que demandaban los tiempos era gente en pelotas y la tinta amarillo-atrabiliaria del Interviú? Desde que cerró Cuadernos has jugado todos los partidos de visitante, ya nunca de local. Pero, contra viento y marea, ¡qué grandeza siempre, qué ejemplo y qué modelo de absolutamente todo! Para lo cívico y para lo privado.
Creo que algunos andaluces, y también es frecuente entre los argentinos, tienen una definición muy gráfica, muy contundente, para definir todo lo que tú eras: bien parido.
Alfonso García Calvo